martes, abril 01, 2008

Lo Miranda – Autora Paz de Miranda.

En las laderas de Lo Miranda la variedad de árboles y arbustos es casi idílica debido al milagroso crecimiento por entre millones de piedras, que de incontables formas y tamaños cubren su suelo. La mano del hombre aún no ha modificado la virginidad de este paraje.
Los robles hacen honor a su nombre y formas, se reproducen por centenas entre las inhóspitas quebradas de los altos cerros norteños. Imitando esta hazaña le siguen en toda la ladera grandes y pequeños quillayes, boldos, peumos, arrayanes, litres, bollenes, maquis, quilantos. Estos y otros personajes son los dueños absolutos del territorio, caminos y senderos mágicos nacen y desaparecen de improviso abrazando las cuestas, confundiendo en tramos a los inexpertos caminantes.
Silvestres y perfumadas flores en diversidad de formas y colores distraen la vista en todas direcciones, las que durante el mes de noviembre parecieran alcanzar las blancas nieves algodonadas de primavera. Danzantes al medio día se dejan llevar y abrazar por rayos de sol que estilizan el atardecer; sombras de tan especiales habitantes a ras de suelo, tiernos y encrespados helechos juguetean tímidamente escondidos tras protectoras piedras, las que a la hora de siesta son visitadas por dormilonas lagartijas y entremezclándose una que otra colorida iguana de bellos tonos calipsos y anaranjados.
En diciembre, sobre los pastos aún verdes, incontables polluelos de codornices, cual pompones plomizos se deslizan ágilmente y al más mínimo sonido extraño se refugian entre los morales, siempre vigilados por sus padres, destacándose la protección del macho. Tiernos conejos aparecen y desaparecen por entre los arbustos, variadas torcazas surcan los cielos, coloreando de marrón el azul, y visitando en abril quillayes y peumos en busca de flores y frutos que les sirven de alimento.
Plomizas y menudas tórtolas de ágil vuelo juguetean en determinados sectores.
Queltehues bulliciosos espantan a quien se atreva a merodear los terrenos considerados suyos.
Delgados y lustrosos pidenes de largas patas rojizas, esquivos, salen a tomar sol en lugares de mayor humedad.
Pícaros loros tricahues sobrevuelan, de marzo en adelante, las laderas de este a oeste, alojando a más de uno en los cerros más empinados, sobre los robles más antiguos
Tiuques y peucos con sus alas extendidas, siempre planeando, silentes durante el día, al atardecer despiden con sus cantos los últimos y rojizos rayos de sol.
En los últimos charcos de agua de diciembre el silencio deja oir el cantar de incontables sapos que en coro entonan melodías acompañados de zorzales, diucas, cuculíes, chercanes, tordos, loicas, tencas…
Incontables son las bendiciones del creador en mi pueblo, más la prisa de la rutina diaria empaña la mirada haciendo nula la visibilidad de tanta belleza. Quien logra captar la magia de sus llanuras y laderas jamás podrá cortar las cadenas que lo atan a la sencillez de la naturaleza.
Su escondido pasado aflora cual fantasma en los nostálgicos atardeceres de otoño como si el espíritu de los aventureros que perecieron en el territorio regresara junto a la brisa fresca o en el eco del silencio de las quebradas y en invierno en el silbido del viento que mece las copas de los árboles o en la lluvia que golpea su cama de piedras formando gota a gota millares de hilillos de agua que juguetonamente corre de norte a sur formando finalmente caudalosos arroyos blanquecinos. Lo Miranda ¡Si tus hijos te amaran tanto como el peregrino…!